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ABC Cultural

Muere en La Habana, a los 75 años, el escritor cubano Lisandro Otero

POR BLAS MATAMOROLarga y laboriosa vida es la que acaba ahora bajo el nombre de Lisandro Otero. Unos veinte títulos que abarcan diversos géneros (narración, ensayo, periodismo) se mezclan con estudios

Larga y laboriosa vida es la que acaba ahora bajo el nombre de Lisandro Otero. Unos veinte títulos que abarcan diversos géneros (narración, ensayo, periodismo) se mezclan con estudios universitarios (Letras y Periodismo en La Habana, 1954; cursos en la Sorbona, 1954/1956); cargos diplomáticos (consejero cultural en las embajadas cubanas ante la URSS, Chile y Reino Unido), premios (Casa de las Américas, de la Crítica Cubana, etc.), jerarquías académicas (director de la Academia Cubana de la Lengua desde 2004 y correspondiente de la Española y de la Lengua Española en los Estados Unidos). También le tocó fundar instituciones como la UNEAC (Unión de los Escritores y Artistas de Cuba) y revistas como el semanario cultural «Arena de México».

Otero atraviesa la historia del régimen revolucionario sin evitar el proceso contra Heberto Padilla y su autoinculpación, típico de las dictaduras estalinistas, que propició la reticencia de intelectuales que apoyaron a Castro como Cortázar y Sartre. Su carrera literaria coincide con la historia misma de Cuba bajo el castrismo, pues empieza con su novela «La situación» (1963), que inaugura su trilogía cubana, completada por «En ciudad semejante» y «El árbol de la vida».

Luego vinieron otros títulos novelísticos como «Tabaco para un Jueves Santo» y «Pasión de Urbino», el más conocido en España por haber sido mencionado en el premio Biblioteca Breve, que dio a conocer aquí a tantos narradores latinoamericanos.

La obra de Otero encara la sociedad cubana, especialmente anterior a la revolución, tomando distancia del más duro realismo socialista que ensalzó las luchas de la guerrilla contra Batista (Norberto Fuentes), así como las novelas-reportaje de Miguel Barnet. Más bien le atrajo el mundo pretérito a la nueva sociedad en una suerte de recuento y balance que parece ser una constante de los escritores isleños hasta los días actuales de, por ejemplo, Leonardo Padura. Tanto el exilio interior, con el lirismo culterano de Lezama Lima en «Paradiso» o el otro lirismo, delirante, de Reynaldo Arenas en «Celestino antes del alba» y «El palacio de las blanquísimas mofetas», como el exilio externo de Severo Sarduy, mágico y grotesco en «De donde son los cantantes» y Guillermo Cabrera Infante con «Tres tristes tigres» y «La Habana para un infante difunto», abordaron el mismo mundo.

Pero, así como estos colegas abundaron en juegos de lenguaje, experimentos técnicos y mestizaje de fuentes culturales populares y cultas, Otero se ciñó a los márgenes del realismo, interpelando al pasado como críticamente defectuoso y encerrado en un clasismo sin futuro.

En estos momentos, cuando parece que el régimen apunta a un cierre de épocas y a un enigmático recambio, una obra como la de Otero también se somete a relecturas de fin de siglo. La literatura nunca es oficial, si es auténtica; siempre es oficiosa. La carrera funcionarial de Otero se queda en el pasado y sus libros afrontan su única realidad radical: la lectura. No los defenderá la tópica sino, en caso de haberla, la paradoja. Tiempo al tiempo.

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